Una visita, dos reflexiones.
Michelina Oviedo, directora de Guionarte, visitó el DeporVida. Aquí los relatos y las fotos.
En agradecimiento al hada madrina
De DeporVida, Michelina.
es voy a contar un cuento. Uno muy especial, pero no les quiero adelantar nada, mejor siéntense y lean tranquilos.
Había una vez unos niños que vivían en un humilde barrio del sur de Buenos Aires. Aunque muchas eran sus carencias materiales y afectivas, eran ricos en algo que no todos tienen: imaginación.
Sus profes de DeporVida se preguntaban a diario cómo usarla.
La imaginación es un don de doble filo. Bien usada libera el alma, pero si se usa mal puede causar daño. Ni hablar de lo grave que puede ser no usarla: asfixia a quien la posee hasta dejarlo irremediablemente desesperanzado.
¿Qué hacer?
¡Guión! ¡Que los chicos inventen historias que luego podamos filmar!
No podremos hacer realidad todos sus sueños, no seremos funcionarios con el poder de dar trabajo a mamá y a papá para dignificarlos, ni tendremos las respuestas de la prueba de lengua, tampoco seremos los hijos de Rockefeller, y mucho menos dueños de una enorme juguetería, pero sí podemos hacer realidad su cuento.
“¿Pero cómo hacemos un guión?”, se preguntaron los profes, dándose cuenta de que ellos no tenían tanta imaginación como los chicos, tal vez la tuvieron de chiquititos pero no la supieron usar y ahora estaban a punto de abandonar la brillante idea cuando de repente… ¡el hada madrina de los guiones apareció! Los profes no sabían que existieran las hadas madrinas, así que se asustaron un poco, se restregaron los ojos y el hada seguía ahí, burlándose de su pequeño problema. El hada se reía mientras sacaba de su bolso unos extraños espejitos redondos y se iba al aula donde los niños aguardaban.
Ninguno se sorprendió cuando vio entrar a un hada madrina con las manos cargadas de espejos. Al contrario, parecían sorprenderse por los espejos. ¡Los espejos eran extraños para ellos pero no el hada! Los profes no entendían nada, así que se sentaron y se dedicaron a ser niños por un rato.
Entre todos inventaron muchas historias, las escribieron y luego el hada las fue leyendo. Mientras el hada leía, los chicos y los profes se estremecían, reían, lloraban y aplaudían con cada peripecia narrada.
¿Por qué dije antes que éste era un cuento muy especial? Porque éste no tiene final, sólo tiene comienzo. El final lo harán los chicos filmando sus propias historias, esto que les cuento aquí es sólo el “Había una vez…”.
Texto: Maia Klein.
Hoy nos visitó Michelina, la directora de Guionarte, que a través de espejos, viajes al pasado, miguitas de historias, numerosos “Había una vez…” y millares de colores nuevos para nuestros ojos nos enseñó a imaginar y a creer en nuestros propios relatos. Como vio que no todos tenían sueños de narradores y estaban más entusiasmados en dibujar nos dividió en dos grupos. Los futuros guionistas se fueron con Michelina y Andrea mientras que los potenciales Picassos o Fridas llenaban las hojas en blanco con el hechizo coral de sus manos. Mientras aconsejaba a Selene de cómo hacer un círculo perfecto se acercó Chavito por atrás y misteriosamente me formuló una propuesta:
-Venga profe, vamos a escribir nuestra propia historia- murmuró casi en silencio, como temiendo que alguien escuchara.
Un papel en blanco, una fibra roja y mucho entusiasmo eran hasta ahí nuestras únicas herramientas.
-¿Cómo se llama la historia?, pregunté
- Un paseo de noche en la cancha.
Abrí mis ojos y lo miré asombrado (como lo hacen los niños cuando miran asombrados). Era un buen inicio, el mejor tal vez. Antes de comenzar su relato me advirtió: -Esta historia es real, profe.
Creo que me estaba dando en ese instante la posibilidad de abandonar para siempre aquel relato y continuar con mi monótona y aburrida existencia o abrir juntos esa puerta que estaba ante nosotros a la aventura más importante de nuestras vidas
-¿Es de fantasmas?, pregunté.
- Algo así, respondió.
La historia era definitivamente perturbadora: Fútbol, noche, un árbol en llamas, una risa fantasmal (grave, muy grave) sombras que se movían y no se dejaban ver. Chicos que tiraban espuma de su boca, teros que se iban con el viento, un tío que regresaba de la muerte y justo a tiempo para el picadito (y con voz grave, muy grave). Y cada vez que avanzaba la historia y le proponía a Chavito una manera distinta de como continuarla, el golpeaba fuerte la mesa y se reía -Sí, sí, está buenísimo eso- mientras apretaba la visera de su gorra y se le iluminaban con fuerza los ojos, como antiguos faros de una infancia eterna e inalterable.
De a poco fue llamando a los otros chicos que habían estado con él esa noche. Axel, Bruno, Tuny se incorporaban al equipo y sus aportes no solo parecían mantener la tónica sino que por momentos doblegaban la apuesta: Un rostro ensangrentado, agua bendita en las manos, voces que decían “tienen que salir de la cancha”, un brazo colgando de un árbol, posesiones, peleas, golpes y Axel que simplemente pedía que su nombre apareciera más veces. La historia no estaba terminada y ya teníamos problemas de cartel.
Finalmente había tres relatos de diferentes grupos y Michelina los leyó uno por uno.
- A ver éste: “Un paseo de noche en la cancha”. Ah! Muy buen título, dijo y empezó a leer.
Al principio algunas voces, murmullos, el ruido normal y constante que hay entre los niños. Como un vadeo, como la respiración intranquila de un mar. Luego; el silencio. Todos empezaron a sumergirse en la historia como si un arco de hierro invisible nos arrancara de nuestros bancos escolares y nos transportara a la química infinita de la palabra. Por momentos sólo algunos chistes soltaban parte de la tensión de un relato que se tornaba espeluznante. Y eso que solo el origen del desborde imaginativo de los chicos estaba allí. Como un torpe carcelero había contenido parte de su universo de representaciones. Es que el tío muerto, con botines de fútbol y haciendo el gol de taquito me pareció demasiado.
Michelina que había empezado a leer el cuento pronto comenzó a actuarlo. Un poco por gusto, otro para salvar las partes donde no comprendía mi letra. Finalmente, cuando dijo “fin” todos en el aula rompimos en un aplauso interminable. Los chicos se abrazaron entre ellos como si hubieran ganado la final de algo. Nos habían regalado la posibilidad de vivir por unos minutos en el interior de una historia. Más aún: de no saber dónde la realidad y dónde la ficción empezaban o se separaban una de otra. Se habían mezclado en el sortilegio de la voz humana y ahora la vida lucía ante el sol el fabuloso traje de un elemento mágico.
Texto: Mauro Rossi